Me quedo mirando el fuego de la estufa, una tarde de invierno en mi casa de una calle con nombre de flor, y me cuesta creer que alguna vez di la vuelta al mundo. Aparecen escenas sin comienzo ni fin, momentos, instantes que van y vienen, jirones de lo que fue y ya no es.
Mis niñas duermen la siesta, el perro de la esquina no se oye y yo estoy aquí, mirando hacia adentro. Veo mi primer viaje en avión. Recuerdo cuando se encendieron los motores. Pensé que tanto estruendo no podía ser normal, que íbamos a estallar. Tenía miedo, era chica.
Después de una escala en Lima, llegué a Cusco cuando el Camino del Inca se hacía sin guía ni agencia. Era el Perú de Sendero. Eran otros tiempos. Había delegados de organismos internacionales en mayor cantidad que turistas. Bastaba con desviarse de la huella para presenciar alguna escena de la época prehispánica.
En esos años el mundo me parecía ajeno: por mi mente circulaban buenas dosis de lugares comunes y mucho folclore, aunque también genuina curiosidad. De hecho, antes de ponerme a viajar me dediqué a estudiar. Amontonaba enciclopedias, almanaques, diccionarios, muchas revistas, algunos diarios y documentos sobre los lugares de mi interés. Los leía. Los subrayaba. Trataba de entender. A lo mejor no entendía.
El hecho es que después, cuando por fin comencé a subir y bajar de los aviones como Pedro por su casa, ya contaba con cierta información. Entonces descubrí que lo mejor de los viajes no entra por la cabeza sino por la piel. Las sensaciones, el calor y el frío, pero también la alegría y el asombro, se transformaron en el verdadero leit motiv para viajar. Sentir, vivir, y no leer: experimentar.
Recorrí capitales latinoamericanas, ciudades europeas, playas exóticas y lo más entrañable: la vuelta al mundo que mi marido me invitó a dar para comprobar que estábamos hechos el uno para el otro. Lo supimos en Tailandia, en Greenwich y acostándonos a las cinco de la tarde para soportar el frío de Nueva York. A los 83 días, cuando regresamos, ya lo archi sabíamos.
Además de sentirme en la gloria, en esas semanas comprobé mi debilidad por lo "auténtico", por la "esencia", por aquellos lugares y personas que están como hace mucho. Viajé a Pumalín y rayé. Anduve en kayak, a caballo, a pie. Me congelé en Dover, nadé con tortugas en Maldivas, los mosquitos de la selva se dieron un festín conmigo y de a poco, sin darme demasiada cuenta, empecé a regresar.
Los viajes no volverían a ser lo mismo.
Ahora no quiero ir lejos. Prefiero permanecer, estar, quedarme aquí, conmigo y los míos. No quiero cambiar el marco, pintar la escenografía ni agregarle olores o sabores. No tengo nada que salir a buscar. Más bien siento la necesidad de propender hacia el único viaje que concibo importante: uno interno, donde la inmediatez del momento reemplaza los traslados y cuyo destino final, visto desde aquí, se me antoja precioso y por supuesto privado. Pa
Mis niñas duermen la siesta, el perro de la esquina no se oye y yo estoy aquí, mirando hacia adentro. Veo mi primer viaje en avión. Recuerdo cuando se encendieron los motores. Pensé que tanto estruendo no podía ser normal, que íbamos a estallar. Tenía miedo, era chica.
Después de una escala en Lima, llegué a Cusco cuando el Camino del Inca se hacía sin guía ni agencia. Era el Perú de Sendero. Eran otros tiempos. Había delegados de organismos internacionales en mayor cantidad que turistas. Bastaba con desviarse de la huella para presenciar alguna escena de la época prehispánica.
En esos años el mundo me parecía ajeno: por mi mente circulaban buenas dosis de lugares comunes y mucho folclore, aunque también genuina curiosidad. De hecho, antes de ponerme a viajar me dediqué a estudiar. Amontonaba enciclopedias, almanaques, diccionarios, muchas revistas, algunos diarios y documentos sobre los lugares de mi interés. Los leía. Los subrayaba. Trataba de entender. A lo mejor no entendía.
El hecho es que después, cuando por fin comencé a subir y bajar de los aviones como Pedro por su casa, ya contaba con cierta información. Entonces descubrí que lo mejor de los viajes no entra por la cabeza sino por la piel. Las sensaciones, el calor y el frío, pero también la alegría y el asombro, se transformaron en el verdadero leit motiv para viajar. Sentir, vivir, y no leer: experimentar.
Recorrí capitales latinoamericanas, ciudades europeas, playas exóticas y lo más entrañable: la vuelta al mundo que mi marido me invitó a dar para comprobar que estábamos hechos el uno para el otro. Lo supimos en Tailandia, en Greenwich y acostándonos a las cinco de la tarde para soportar el frío de Nueva York. A los 83 días, cuando regresamos, ya lo archi sabíamos.
Además de sentirme en la gloria, en esas semanas comprobé mi debilidad por lo "auténtico", por la "esencia", por aquellos lugares y personas que están como hace mucho. Viajé a Pumalín y rayé. Anduve en kayak, a caballo, a pie. Me congelé en Dover, nadé con tortugas en Maldivas, los mosquitos de la selva se dieron un festín conmigo y de a poco, sin darme demasiada cuenta, empecé a regresar.
Los viajes no volverían a ser lo mismo.
Ahora no quiero ir lejos. Prefiero permanecer, estar, quedarme aquí, conmigo y los míos. No quiero cambiar el marco, pintar la escenografía ni agregarle olores o sabores. No tengo nada que salir a buscar. Más bien siento la necesidad de propender hacia el único viaje que concibo importante: uno interno, donde la inmediatez del momento reemplaza los traslados y cuyo destino final, visto desde aquí, se me antoja precioso y por supuesto privado. Pa
Paula Andrade
